Hace ya más de un año de eso… Uno de mis mejores amigos me participó del sensible fallecimiento de su hermana que era apenas una niña. La familia estaba devastada como era de esperarse y yo, a pesar de mi natural reticencia a asistir a estos eventos, asistí al velatorio. Ah, todo había sido tan repentino… Nunca he querido profundizar más en los detalles por temor a reabrir innecesariamente las heridas de ese día, pero por lo que se dijo en aquella ocasión el tránsito hacia la muerte de esa niña había sido abrupto y, para la familia, inexplicable salvo como una negligencia. El día indicado me presenté en la mañana a la hora que me fue sugerida por mi amigo. Yo lo había acompañado la noche anterior hasta que clausuraron la sala donde la estaban velando, pero finalmente había llegado la hora de llevar a cabo la misa que precedería al entierro. No sabía qué hacer ni qué decir. ¿Qué se suponía que le dijese yo bajo esas circunstancias?
Tal vez intuyendo lo difícil que era para mí estar presente, mi amigo me sugirió que no era necesario que asistiera también al sepelio, que yo ya había cumplido como amigo con él. Pero sus palabras, más que inclinar mi deseo en ese sentido, lo impulsaron en el sentido opuesto. Si para mí era difícil estar allí, en medio de tanto dolor, ¿no debían de ser aun mayores, acaso, el dolor y el pesar con los que mi amigo lidiaba en la soledad de su corazón? ¿No era entonces cuando más necesitaba de mí que me llamaba su amigo? ¿No es en estos casos cuando se descubre quienes fueron nuestros amigos y quienes no? ¿O iba yo a estar solo en los momentos luminosos de su vida? Opté por continuar a su lado hasta el final, hasta saber que él se retiraría a su casa con su familia, a pesar de que mi “plan” original no pasaba de asistir a la misa que habría de preceder al traslado del cadáver al camposanto… Hay otros detalles más que les podría contar; por ejemplo, que ayudé a cargar el féretro hasta la iglesia donde se iba a realizar la misa, lo cual fue un honor inmerecido e inesperado. Pero obviaré ahora todo lo que no me parezca pertinente para los fines de mi reflexión por respeto a la intimidad de la familia.
No recuerdo exactamente -ni me interesa conseguir recordarlo, tampoco- en dónde fue, en qué momento de ese extremadamente penoso día fue que lo oí decir. Me imagino que era una tía suya o tal vez fuese simplemente una amiga de la familia. Lo importante es que le dijo algo más o menos similar a esto: “Dios nos pone pruebas, pero tienes que ser fuerte porque Dios nunca nos envía nada que no podamos soportar”. Lo recuerdo bien. Recuerdo haberme quedado helado, de una pieza, en un primer momento, pero que poco después me sentía ardiendo por dentro de pura indignación. No me atreví a refutarla en ese mismo instante: habría sido una falta total de delicadeza para con mi amigo. No sé si él hubiese tomado a mal mis palabras, pero sí sé que no hubiera podido comprender su sentido más profundo bajo esas circunstancias. En verdad, era necesario que cultivase la virtud de la paciencia como lo saben hacer esas flores que se cierran con los estertores de la tarde en espera de que despunte nuevamente el sol de la mañana. Pero ya llevo un año rumiando estos pensamientos y creo que es hora de sacarlos a la luz de una buena vez.
Debo confesar que para entonces ya era ateo, pero esa experiencia me convenció de la necesidad de hablar claro para permitir que se sepa que una concepción alternativa de la vida es posible… ¡Pero qué frase tan estúpida! Sin embargo, se la puede deducir de la metafísica teísta y no perderé mi tiempo diseccionando esas tonterías. Antes bien, deseo concentrarme en lo sutilmente dañino de esas necedades. Considero que esa es una frase particularmente insidiosa -al igual que otras similares- porque siembra cruelmente en el subconsciente del individuo ya bastante apesadumbrado el siguiente razonamiento: “El tal “dios” permitió la muerte de mi hermana y nos manda pruebas. La prueba es para mí. Ergo, soy responsable de la muerte de mi hermana porque si el tal “dios” no me hubiese tenido que probar no hubiera tenido que permitir que muriese”. Por supuesto que este es un razonamiento simplemente monstruoso. Mi amigo no tenía ninguna responsabilidad en la muerte de su hermana como las últimas palabras que le dedicó -cargadas de llanto y de un remordimiento exagerados a todas luces- podían dar a entender. No, pero como él era teísta no era capaz de concebir un universo sin propósitos intrínsecos, un universo donde esta clase de hechos simplemente pasan porque es así como son las cosas y donde los “accidentes” -o, mejor dicho, lo que desde nuestro punto de vista humano y personal interpretamos como accidentes, ya que no hay que confundir los hechos físicos con los juicios morales- no pueden ser previstos ni evitados del todo por cuanto que son eventos inherentes a esto que llamamos Naturaleza que es lo que nos ha engendrado y nos habrá de devorar a su debido tiempo, que es matriz y tumba universales de todo cuanto vivió, vive y habrá de vivir.
Hay quienes prefieren el consuelo de la otra vida a encarar el dolor de la muerte sin más e irremediable, pero yo considero que en ese caso el remedio -o el placebo- es peor que la enfermedad porque los sentimientos de culpabilidad que engendra esa metafísica no pueden considerarse deseables de ningún modo… Cabe relatarles que mi amigo estuvo mal después de eso -y no solo emocionalmente- porque se le somatizó ese trauma. ¿Era inevitable que ello ocurriera? No lo sé a ciencia cierta, pero estoy convencido que si no era inevitable, esa clase de perversas racionalizaciones subconscientes lo favorecieron; mientras que si lo era, solo sirvieron para agravar su convalecencia, su autoflagelación. “Ha pasado más de un año, amigo. No sé si leerás esto o si lo tomarás a bien o no, pero ojalá que les sirva a quienes tengan oídos y deseen escuchar. Simplemente no permitas que la idea del otro mundo envenene tu amor a este otro que los dos compartimos”.